La isla desierta



x Sol Echevarría


La isla desierta es una pieza de Roberto Arlt contada en tono de farsa dramática y en completa oscuridad. Es por este pequeño detalle que la experiencia empieza mucho antes que la obra, cuando nos metemos en el espacio sin luz. Por algo antes de entrar a la sala, un actor advierte: “No se asusten, los primeros cinco minutos son los más duros, pero después uno se acostumbra”. Explica que, cualquier cosa, si alguien quiere salir puede gritar y lo sacan en tres segundos. Tras decir eso, pide que armemos hileras de diez y que cada uno coloque sus manos sobre los hombros de la persona de adelante. “Y no se preocupen por la ubicación porque desde cualquier lado se ve igual”, agrega para distender mediante la risa el ambiente tenso que ya empieza a gestarse entre la hilera de personas que, ticket en mano, oscilan entre la excitación y la duda.

Vamos entrando en grupos para ser acomodados en nuestras sillas. Por suerte a mí me toca avanzar solamente con mi hermano, así que me desprendo de la señora gorda de adelante y le pongo las manos en el hombro al guía. Traspasamos una, dos cortinas pesadas que permiten que la oscuridad sea total, y en seguida estamos en un pasillo eterno y negrísimo. A pesar de que escucho que el guía me susurra que no hay nada con lo que pueda tropezar, es inútil. Camino a paso de tortuga mientras tanteo el suelo con el pie, sospechando en cualquier momento algún tipo de trampa mortal.

Por fin manoteo una silla, nos sentamos. La sala es un espacio negro sin forma, donde el espectador, incapaz de espectar nada, se siente algo desesperando al principio. Entre todos los chismoseos se produce un murmullo constante, de vez en cuando algo que se cae y alguien que se agacha a recogerlo, con movimientos torpes, chocando con sillas que no se sabe muy bien a dónde están. Por las dudas extiendo mis brazos hacia un lado y el otro, hasta comprobar que alrededor de mi silla que flota en el vacío no hay nada. A pesar de la advertencia, de repente se ve una luz de celular que se enciende a lo lejos, lo que genera un coro de abucheos entre el público. “Apagala, cagón”, se escucha que alguien dice y el celular se apaga, se oyen risas. La oscuridad tiene eso: asusta, pero también libera.

Como el resto, yo también empiezo a hablar por lo bajo, tratando de llenar el vacío con palabras. Lo primero que le digo a mi hermano es que me cuesta cerrar los ojos, entonces me quedan abiertos para nada, moviéndose como bichitos enloquecidos que no saben a donde ir. La imaginación de todos los que esperamos a oscuras empieza a luchar por develar los misterios ocultos, esfuerzo que durará probablemente durante todo el transcurso de la obra. La sala se completa con todos, y arranca, dando pie a las conjeturas sobre cómo harán tal cosa o tal otra. Cada uno construye en su cabeza el espacio.

Un vals da comienzo a la escenografía sonora, que en seguida es reemplazada por ráfagas de máquinas de escribir que salen de todos lados (uno de los primeros descubrimientos desde la penumbra, es que no hay escenario). “¿Alguien quiere café?”, se escucha mientras un olor a café recién molido pasa entre nosotros, invadiéndonos. De a poco, uno empieza a olvidarse del temor a la oscuridad, que se va volviendo familiar, hasta adoptar la forma de una oficina en la que una serie de empleados escribe sin parar.

La obra elegida, readaptada, hace coincidir en varias ocasiones el speech de los actores con lo que uno piensa y siente en ese momento. Todo transcurre en una oficina frente al puerto de Buenos Aires, donde diez empleados escuchan todo el día las sirenas de los barcos que salen y llegan. En esa rutina tediosa y sin sobresaltos, la sombra del ordenanza Cipriano comienza a contarles historias de sus viajes a tierras lejanas que hizo a bordo de esos barcos. Cada personaje está caracterizado por una voz particular que hace más fácil seguirle el rastro, por ejemplo, el jefe habla a los gritos con una voz grave, mientras la secretaria chilla y Cipirano tiene un acento cordobés muy marcado. Este cordobés algo exagerado narra la historia de cada uno de los tatuajes que revisten su piel y, a través de sus relatos, lo acompañamos de pesca en Madagascar, a una fiesta tribal con cocos y tambores, a un encuentro romántico en un arrollo selvático y a un mercado chino.

En los setenta minutos sin luz, los actores hacen visible, gracias a una sofisticada ingeniería sensorial, esos viajes fantásticos en el espacio. Ellos, además de decir la hacen sonidos, mueven maquinarias, transportan sigilosamente los perfumes. Sorprende la variación de escenas que se arman y desarman permanentemente. La puesta empieza a enriquecerse: sentimos a nuestro alrededor los ruidos de canastos, voces en distintos idiomas, el olor de las plantas, sonido a agua, pasos entre las hojas. Así, la isla desierta se va poblando con personajes, relieves, texturas: se escucha el mar, se huelen jazmines, incienso, café. Vuelve entonces el vals y con él, la luz. En una sala simple y vacía, los ahora sí espectadores se quedan unos segundos examinando el espacio iluminado, donde la transformación tuvo lugar.



Dirección: José Menchaca
Producción General: Gerardo Bentatti
Sonido: Cruz Aquino
Interpretado por el Grupo Ojcuro:
Gerardo Bentatti, Verónica Trinidad, Mirna Gamarra, Marcelo Gianmarco, Eduardo Maceda, Laura Cuffini, Juan Carlos Mendoza, Francisco Menchaca.

Funciones: Jueves a las 21. Viernes y sábados 21 y 23 hs
Localidades: $ 35.-
"Centro Argentino de Teatro Ciego" - Zelaya 3006 (esq. Jean Jaures)
Teléfono: 6379-8596 - Web: www.teatrociego.com - Mail: info@teatrociego.com