El beso de la mujer araña




x Lucía Viera Rodriguez


El beso de la mujer araña es una novela de Manuel Puig que ya ha sido interpretada en varios formatos: fue llevada al cine por Héctor Babenco e incluso se ha realizado un musical que lleva el mismo nombre. Quien haya leído el guión de Puig entenderá de entrada el entusiasmo que su texto genera. A grandes rasgos, la obra narra la convivencia carcelaria de dos personajes presos, uno por “subversión” y el otro por corrupción de menores. La caracterización de ambos oscila entre el estereotipo, cuando son analizados de manera aislada, y la complejidad subjetiva, cuando se hace hincapié en su modo de interactuar. El primero, Valentín Arregui tiene 26 años, es un idealista y un lector constante de libros que operan como manuales revolucionarios. El otro hombre, Molina, tiene 37 años de edad, es un homosexual algo faldero y amanerado. Lo interesante es que, puestos en una celda, son obligados a interactuar y el vínculo que generan los hace correrse del estereotipo, para contaminarse uno con otro. Esta situación es la que, a través de un seguimiento bastante fiel del guión de Puig, se despliega en la obra de Rubén Szuchmacher.

A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas” dice Molina (Humberto Tortonese), gesticulando mientras mira un horizonte ficticio fuera de campo. Podría decirse que su manera de hablar es, valga la redundancia, demasiado teatral. Después de un rato de escuchar su monólogo, caemos en la cuenta que su teatralidad es funcional ya que está narrando el argumento de una película a su compañero de celda. Monta una escena para combatir el aburrimiento nocturno antes de que apaguen las luces y sea necesario irse a dormir. Esta rutina reproduce la del relato infantil contado antes de ir a dormir pero en este caso el escucha, Valentín (Martín Urbaneja), es un militante político. La interpretación de cada escena es vista por los personajes de un modo marcadamente diferente. Mientras Molina se emociona por las imágenes románticas, se pierde en las texturas de las telas y desea ser la heroína de la película aunque muera a causa del amor, Valentín no deja de criticar el trasfondo social de las películas que le cuenta su compañero de celda.
- Pero si un hombre... es mi marido, él tiene que mandar, para que se sienta bien. Eso es lo natural, porque él entonces... es el hombre de la casa.
- No, el hombre de la casa y la mujer de la casa tienen que estar a la par. Si no, eso es una explotación.


Molina es una loca que, como dijo Puig alguna vez en una entrevista, “vive al lado de su madre, con una vida de soñador y con las películas se escapa del mundo”. Los actores hablan de prisa, casi sin silencios. Pareciera que la cárcel no marca un tiempo de espera al margen del mundo exterior, sino que plantea un nuevo mundo, dominado por una oralidad algo anacrónica, algo impostada. “Tortonese hace de Tortonese”, me había advertido una amiga. Es cierto, algo de eso hay. De todas formas, el carácter teatral del personaje hace que no sea tan molesta la superposición entre uno y otro. La película relatada por Molina, sobre todo cuando Valentín se enferma, funciona como medio para alejar la muerte, al estilo de Las Mil y una Noches, con su técnica del relato enmarcado. El aislamiento de ese cuarto genera una intimidad doméstica en la que, con el paso del tiempo, los personajes empiezan a soltarse. Lo austero de la escenografía permite representar esta idea de despojo y de frialdad, al mismo tiempo que da la sensación de privacidad. El color que predomina es el gris, que cubre desde las paredes hasta las dos camas y parte del vestuario de los personajes. Las rejas aparecen en la parte superior de la escena, no tanto para marcar un espacio real sino para influir en la luz que inunda a los personajes. De esta manera, con algo de expresionismo alemán, la iluminación es en sí misma carcelaria, opresiva y también monocromática, dada la escala de grises en la que casi ningún color se destaca. La puerta que bloquea la salida está en el centro de la habitación, al fondo, con una pequeña apertura por donde se desliza la comida y, a excepción de cuando Molina va a presentar sus informes al jefe del penitenciario, casi ni se usa. Pareciera que no sólo impide la salida sino también el acceso. La sensación es, en algún punto, de protección contra el exterior.

Los conflictos que atraviesan los personajes en el interior de la celda tienen que ver con sus ideas, sus pensamientos, sus recuerdos y el manejo de su propio cuerpo. Hay voces en off pero siempre son de los personajes, no hay una voz narradora. Una de las intervenciones es la del jefe del penitenciario. Las otras de Molina y Valentín, que hablan cuando los personajes no pueden hablar, que cuentan lo que éstos todavía no saben. Las voces, usadas en off para aludir a datos que al menos uno de los personajes ignora, son entonces información secreta, clandestina, para el espectador. Pero estas intervenciones en off son casi nulas, en general son los personajes mismos en escena, mediante sus acciones y conversaciones quienes van armando la trama. Hay elementos complejos del texto de Puig que no se reproducen en la obra, como las notas al pie donde Puig añade desarrollos de distintos psicoanalistas que intentan analizar y explicar los orígenes de la homosexualidad. En la obra de Szuchmacher lo que se sabe tiene que ver con lo que los personajes hacen y dicen. Son las conversaciones y temas culturales los principales elementos que remiten al mundo exterior: películas, libros, boleros. También aparecen las menciones constantes que hace Molina de su madre y Valentín habla de una compañera con la que tenía una relación, y de una chica “burguesa” con la que se enamoró.

A medida que pasa el tiempo, (los días son marcados por una oscuridad brutal), la aparente distancia se va disolviendo de manera diferente a la obra de Puig. En ésta no existe un narrador que indique quien es el que habla antes de cada parlamento y esto genera muchas veces el efecto de confusión. En cambio, en la representación teatral lo que va variando son los tonos de voz, las miradas, los cuerpos que comienzan a acercarse más, a romper la barrera de frialdad que les impone su entorno. Los rasgos de los personajes se van combinando hasta el punto en que todo lo que era antagónico y doble se une. Esta con-fusión casi material que tienen Valentín y Molina, se torna evidente en uno de sus diálogos:
- Ahora sin querer me llevé la mano a mi ceja, buscándome el lunar.
- ¿Qué lunar?... Yo tengo un lunar, no vos.
- Sí, ya sé. Pero me llevé la mano a mi ceja, para tocarme el lunar…, que no tengo.
- …
- A vos te queda tan lindo, lástima que no te lo pueda ver […]
- ¿Y sabés qué otra cosa sentí, Valentín? Pero por un minuto, no más.
- ¿Qué? Hablá, pero quédate así, quietito…
- Por un minuto sólo, me pareció que yo no estaba acá, ...ni acá, ni afuera…
- …
- Me pareció que yo no estaba… que estabas vos sólo.
- …
- O que yo no era yo. Que ahora yo… eras vos.

Las características de ambos personajes se fusionan en una obra que deja un poco de lado el sentimentalismo de Molina y lo revolucionario de Valentín para dar un resultado más reflexivo que conmovedor, más histórico que polémico.



Ficha técnico-artística
Autoría: Manuel Puig
Actúan: Humberto Tortonese, Martín Urbaneja
Vestuario: Jorge Ferrari
Escenografía: Jorge Ferrari
Diseño de luces: Gonzalo Córdova
Música original: Bárbara Togander
Fotografía: Sebastián Arpesella
Diseño gráfico: Wechsler Diseño
Asistencia de dirección: Fabiana Falcón
Prensa: Debora Lachter
Producción artística: José Miguel Onaindia
Producción ejecutiva: Pablo Wittner
Producción general: José Miguel Onaindia
Coordinación de producción: Fernando Madedo
Dirección: Rubén Szuchmacher

EL CUBO
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